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DESNUDA OSCURIDAD

jueves, 20 de enero de 2011

GRANDES POLVOS EN LA LITERATURA

Un título tan presuntuoso demandaría al menos una extensa monografía, cuando no una interminable enciclopedia de tomos por entrega que tratara el pasado, presente y futuro del sexo en la literatura. Empezando por los clásicos, descriptores más bien del amor espiritual, este extenso trabajo habría discurrido por infinidad de autores medievales, renacentistas, románticos, naturalistas, para entrar, entre fríos y tibios, a las cavernas ardientes de los llamados malditos: Baudelaire, Rimbaud, Artaud, Bukowski y tantos otros. Sin embargo, lo que viene a continuación es el resultado de una búsqueda en retrospectiva de los principales polvos que lograron enquistarse en mi memoria y reflotan todavía en las aguas de mi conciencia, provocándome aún escarceos y picores, levantamientos, cosquilleos, percepción de ardor en la palma diestra, tensión de músculos en el antebrazo, y, con frecuencia, aquella deliciosa sensación tan difícil de describir como un estornudo pasmado en el último, último, último instante.

Así, arbitrarios y caprichosos, he rescatado del desván de mi memoria cinco grandes polvos de la literatura en el orden que sigue:

1.- La trilogía lésbica que relata el Marqués de Sade en Juliette, con seguridad uno de los mejores ejemplos del erotismo más descarnado. Si tomamos en cuenta que el autor vivió entre 1740 y 1814, podremos identificar, sin justificar jamás, por qué la sociedad moralista de la época lo proscribió, persiguió, encarceló e intentó borrar las huellas literarias del escritor de culto en que se convirtió después de su muerte. Entre la infinidad de pasajes lascivos que llenan Juliette y, en general, todas las obras del Marqués de Sade, aparece esta joya de la morbidez: “ Dentro de la más dulce embriaguez, la Delbéne me lleva hasta su cama y me devora a besos… me estira las piernas separándolas, y, acostándose en la cama boca abajo, con su cabeza entre mis muslos, me besa el sexo mientras que, ofreciendo a mi compañera las nalgas más hermosas que puedan contemplarse, recibe de los dedos de esta bonita muchacha los mismos servicios que me presta su lengua. Euphrosine, conocedora de los gustos de Delbéne, alternaba sus escarceos con vigorosos golpes sobre el trasero… Vívidamente electrizada por el libertinaje, la puta devoraba el caudal que hacía brotar constantemente de mi pequeño coño. Algunas veces se paraba para mirarme… para observarme en el placer.”


2.- Henry Miller, encasillado siempre como un autor pornográfico, fue uno de los mayores luchadores contra el puritanismo norteamericano. Trópico de Cáncer, posiblemente su obra más importante, recoge episodios verdaderamente crudos que le valieron, en su conjunto, el galardón de la censura y un proceso legal por obscenidad que concluyó a su favor con la anulación del expediente por la Corte Suprema de Estados Unidos en 1964.  El maestro del erotismo postmoderno relata en su Trópico de Cáncer lo siguiente:  “A lo que voy es al momento en que, según dice, se arrodilló y con esos flacos dedos suyos le abrió el coño. ¿Recuerdas eso? Dice que ella estaba sentada con las piernas colgando de los brazos del sillón y de repente, según dice, tuvo una ocurrencia. Eso fue después de haber echado ya dos polvos... Va y se arrodilla, ¡tú fíjate!, y con los dos dedos... sólo con las puntas de los dedos, fíjate... va y abre los petalitos... tris-tris... como si nada. Un ruido pegadizo... casi inaudible. ¡Tris-tris! ¡Dios, he estado oyéndolo toda la noche! Y después va y me dice, como si no fuera eso bastante para mí, va y me dice que hundió la cabeza en su peludo chocho. Y cuando hizo eso, que Dios me ampare si no le colgó ella las piernas alrededor del cuello y lo dejó así encerrado. ¡Ahí sí que me mató! ¡Imagínatelo! ¡Imagínate a una mujer fina y sensible como ésa colgándole las piernas alrededor del cuello! ¡Hay algo ponzoñoso en eso!”.

3.- El de la gitana y José Arcadio Buendía en Cien Años de Soledad. “La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidadAl primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca traducidas a su idioma.” Es razonable comprender que la obligada lectura de esta obra –impuesta por un obtuso profesor de literatura a la tierna edad de trece años- casi joven, casi niño, me produjo daños cerebrales irreparables, como bien me lo anticipó aquel sacerdote de aliento ácido bajo un estricto secreto de confesión. De la lectura temprana de Cien Años de Soledad, de aquella funesta premonición, y de la fijación siniestra de este polvo en mi memoria, nació, sin duda, la misteriosa fascinación por el acto sexual que me tiene –según vaticinios bíblicos- con un pie en el umbral del infierno.

4.- Elfriede Jelinek, por su parte, sembró mi mente con las pústulas de violencia más obscena. Su novela Deseo (mal traducida al español, pues el título original, Lust, significa lujuria y lujuriosa es en verdad esta novela), es un texto lleno de sexo furioso y opresivo. En ella, la autora representa a un matrimonio vulgar para recrear escenas marcadas por la crueldad y el abuso del hombre sobre la mujer. Él, casi sin rostro, sin nombre, siempre vinculado al hedonismo; y ella, sometida y humillada, receptora natural y por tanto, resignada a su suerte fisiológica. “Ahora, después de alzarla de sus zapatillas, tiende a su mujer sobre la mesa del salón… Es exprimida contra la mesa, sus pechos se separan como grandes y cálidas plastas de estiércol… Embute su sexo en la mujer… La mujer es besada. Escupiendo, se le gotean cariños al oído, hace mucho que esta flor no florecía, ¿no quiere usted darle las gracias?... La música grita, los cuerpos avanzan… El hombre se ha vertido jovialmente, y mientras el fango sale de su boca y de sus genitales, va a limpiarse los restos del pastel gozado.”  Cierta parte de la crítica dijo en su oportunidad que esta obra no excitaba, sino que repugnaba. Confieso que he abierto el libro al cabo de algún tiempo y me siguen calentando sus palabras.
5.- El epílogo de este febril repaso es quizá el que terminó por confinarme a la prisión perpetua de la lujuria. Kafka en la Orilla es para mi gusto una novela completa. Su autor, el japonés Haruki Murakami, succiona al lector en esta obra hacia un túnel que no respeta ni el tiempo ni el espacio, un túnel que oscila permanentemente entre lo claro y lo oscuro, entre lo real y lo fantástico, entre lo espiritual y lo terrenal, entre el erotismo crudo de la literatura occidental y la sensualidad mística de los autores orientales: “Levanto la camiseta de Sakura, acaricio sus suaves senos. Pellizco sus pezones con la punta de los dedos, como si sintonizara una emisora de radio. Mi pene erecto presiona con fuerza la parte posterior de su muslo. Pero ningún sonido escapa de sus labios. Su respiración no se agita… El cuerpo de Sakura es cálido y, al igual que el mío, está cubierto de sudor. Me decido a cambiarla de posición. Despacio, la atraigo hacia mí y la coloco boca arriba. Ella espira con fuerza. Aún así, no hay signos de que vaya a despertarse. Aplico el oído a su vientre liso como un papel de dibujo e intento descifrar los ecos del sueño dentro del laberinto que hay debajo.”

Permanecen en órbita y acechan desde algún lugar, entre nebulosas, ciertas escenas de obras como Rayuela, con protagonistas como la Maga y Oliveira, capítulos 7, 68… Justine y sus amores prohibidos en la primera parte del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel. También  Juan Pablo Castel y María Iribarne que jadean desde El Túnel de Ernesto Sábato; Alex y sus cómplices al ritmo de Singing in the Rain en La Naranja Mecánica de Antony Burguess; cientos de prestaciones relatadas por Vargas Llosa y verificadas por Pantaleón Pantoja en Pantaleón y las Visitadoras, y tantas otras…


Oscar Vela Descalzo